En el marco del Blanca Festival 2019, nos propusieron activar un espacio de 4×4 m dentro de una jornada de conferencias de diseño. Nuestro objetivo fue claro: crear una experiencia visceral, casi terapéutica, donde los asistentes pudieran desconectar de lo discursivo y reconectar con su estado mental a través de la acción directa.
Creamos un entorno cargado de materiales, herramientas y texturas: bates, barro, pintura, metal, herramientas de todo tipo, tijeras… Todo dispuesto alrededor de tres bloques intervenibles. Cada persona entraba sola, sin instrucciones ni objetivos. Su única guía era el impulso y la propia intuición. Al salir, entraba otra persona. La obra se transformaba capa a capa, autor tras autor.
Durante la intervención, registrábamos cada acción y retrato con una fotografía. Esas imágenes se procesaban a través de un algoritmo de IA que generaba un retrato colectivo, una imagen imposible que reunía todos los rostros en uno solo.
A cada participante le preguntábamos cómo se sentía antes de entrar y al salir. En la mayoría de los casos, algo había cambiado. Se aliviaban, se vaciaban, se dejaban ir. Muchos destruían, rompían, otros simplemente pintaban o modelaban. Era, en esencia, un espacio de desahogo y transformación.
Como artistas y diseñadorxs, nuestra terapia es la creación. En ella aparecen los síntomas de lo que llevamos dentro. El proyecto busca observar cómo la psique se proyecta en el acto de intervenir la materia: qué herramientas elegimos, qué métodos adoptamos sin pensarlo, qué impulso nos mueve.
La transformación importante no era la de la obra, sino la del sujeto. La pieza —en constante cambio— era solo el medio para encuadrar ese tránsito interior.